Momentos de claridad llegan a mi en las ocasiones más extrañas. Tuve uno recientemente sentado en el asiento trasero de una minivan, vestido como si me dirigiera al Tour de France, “Truth Hurts” de Lizzo sonaba en la radio. Apenas había transpirado y mis piernas recientemente rasuradas como cualquier ciclista recreacional que se precie. Era el último día del año, y me encontraba apenas a 5 kilómetros de distancia de mi objetivo anual de 10.500 encima de mi bicicleta.
Ahora esperaba junto a mi bicicleta, desarmada en función de que cupiese en los confines de una Honda Odyssey. Cuando se detuvo, mi conductor de Lyft tenía una mirada particularmente desconcertante. Probablemente nunca había levantado a un hombre al costado de la vía, con un atuendo de lycra de pies a cabeza, casco en mano, y cargando una bicicleta desmantelada. Afortunadamente había solicitado un XL.
Esa mañana había recorrido unos pocos kilómetros antes de toparme con un fragmento de metal en la vía. La pequeña pieza residual pinchó mi llanta delantera como un cuchillo, tanto que cada cámara que intenté reemplazar e inflar se pinchaba inmediatamente al comprimirse contra la rajadura en la llanta. Evalué cada posible solución en mi cabeza, como acostumbran a hacer los ciclistas, pero luego de no encontrar una solución viable, me rendí y acudí al teléfono. Mientras esperaba en la calzada sosteniendo mi bicicleta, un niño de unos 10 años en una BMX y se me acercó y me preguntó si necesitaba ayuda. “Nah, estoy bien,” Dije, a pesar que en realidad no lo estaba.
Sentado en el asiento trasero, Tuve un particularmente poderoso momento de lucidez: lucidez comparable al de de la mañana siguiente a un viaje de ácido. Todo se resumió a una perspectiva, y por un breve momento, los ritmos de la vida tuvieron absoluto sentido. Pensé sobre el caótico año que estaba terminando. Pensé sobre mi infancia, y sobre la razón por la que estaba rodando una bicicleta en pleno fin de Diciembre. También pensé sobre por qué demonios había decidido abrir otra cervecería.
Nunca he sido del tipo que se coloca objetivos. Mi vida siempre pareció marchar mejor en tiempo presente: Prefería mantenerme fluido, listo para lanzarme a cualquier aventura que estuviese esperando por mi a la vuelta de la esquina. En la Universidad, me retiraba por días sin decirle a nadie a dónde iba, o siquiera decir que me iba.
De niño, jugué casi todos los deportes. Nunca fui lo suficientemente bueno para lograr reconocimiento, pero lo suficientemente bueno para salir adelante—un atleta al 80%. Si bien siempre estuve cerca de “darlo todo,” fue en función de la comodidad, o del aburrimiento. También me gustaba la libertad: Pensaba que si me comprometía demasiado con un deporte, no podría pasar a algún otro. Al final de mi tercer años de secundaria tomé la decisión de dejar del todo los deportes—ya sabes, por razones anti-establishment —y pasé los años subsiguiente profundizando en la cultura del football de secundaria y las bebidas de androstenediona luego de sesiones de halterofilia. Definitivamente impulsó mi desempeño, y me permitió levantar más peso y soportar más dolor, pero siempre me encontré a un paso de llegar al límite proverbial. Seguí siendo un atleta 80%.
Mi pasión por las bicicletas no comenzó hasta 2001, durante mi tercer año de Universidad. De niño siempre disfruté rodar bicicleta y la libertad que proveía, pero siempre lo ví como la mejor manera de escapar de casa en la menor cantidad de tiempo posible. Como estudiante de la Universidad cristiana de Abilene, Texas—la cual no permite el consumo de alcohol y protegía el centro acuático de “baños mixtos”—Me encontré en necesidad de una salida. Seguramente no se trataba de elegir entre terminar la carrera o abandonar e irme a vivir a las montañas.
En aquel momento, tenía un proyecto de horticultura bastante sofisticado creciendo en un gran armario en mi casa. Sólo un par de amigos sabían de esto, y no tenía propósitos comerciales—sólo guardar algo para nosotros. Con esos fondos extra, compré mi primer bicicleta de fibra de carbono en un intercambio memorable en una tienda local de bicicletas—supongo que inusualmente encontraban clientes llevando $2,000 en efectivo.
Esa bicicleta se convirtió en un boleto a un parque temático que ni siquiera sabía que existía. Mi primer viaje fue de unos 50km, y todo lo que usé fue un par de pantalones de natación y una camiseta. Algunos abucheadores me gritaban desde pick ups mientras me sobrepasaban en vías rurales. Dos botellas vacías apenas rozaron mi cabeza, y no menos de seis perros me persiguieron. Fue realmente increíble.
Salir a rodar se convirtió en momentos de lucidez, y una manera de anclarme. Me contuve hasta la graduación, luego abandoné Abilene tan rápido como pude. Hoy, el ciclismo aún se siente tan liberador y embriagante como se sintió la primera vez de aquel largo viaje. Cuando salgo de casa en la mañana, las primeras pedaleadas sacuden la energía negativa del mundo adulto.
En Diciembre de 2018, decidí desmarcarme de la noción del atleta al 80% y crearme un desafío: rodar mi bicicleta 10.500 kilómetros en un año. Suena como un número arbitrario, pero pensé que 200 km semanales era viable. Además, sabía que mi tiempo sería limitado, dado que me encontraba involucrado en la construcción de una nueva cervecería que se encontraba atrasada en el cronograma, y con un presupuesto $500.000 superior a lo estimado.
2019 se convirtió en un año caótico. Hops & Grain Brewing—la cervecería que había inaugurado en 2011 con un presupuesto limitado y una cesta llena de deseos—comenzaba a sentirse como si fuese a implota. Dos años antes, había firmado un contrato de alquiler de un gran depósito en una ciudad universitaria al sur de Austin llamada San Marcos en función de construir una segunda instalación enfocada en la producción. Esta nueva cervecería finalmente nos daría capacidad extra, y con ello un muy necesitado crecimiento. Más importante para mi era que proveería oportunidades de avance para nuestros miembros del equipo, quienes nos habían ayudado a llegar a donde estábamos. No había sido capaz de ofrecer esas oportunidades antes. Escalar es algo difícil de alcanzar en una pequeña cervecería artesanal.
Para el final de 2018, la segunda cervecería debía estar operativa, y sabía que necesitaba algo para distraerme. Solo funcionó parcialmente: Me sentí atrapado la primera mitad de 2019, deseando volver a mi ser creativo pero incapaz de tomar la iniciativa, demasiado preocupado por los constantes retrasos en la construcción y la necesidad de encontrar más fondos para continuar el proyecto. Nuestra cuenta bancaria menguando, y apun con demasiados imprevistos. Habíamos reforzado nuestro staff en anticipación a la apertura en 2018, y mientras los retrasos contiaban acumulandose, podía ver las nubes negras en el horizonte. Como el único fundador de la cervecería, y con nadie más con quien compartir la carga emocional, me encontré tomando las decisiones más atroces. Mayo y Junio se convirtieron en los meses más oscuros de mi vida profesional.
Durante años, estuvimos diciendo no a distribuidores y minoristas que deseaban vender nuestra cerveza, simplemente porque no podíamos producir lo suficiente en nuestra locación original en Austin. 2011 era una época emocionante para la cerveza artesanal en Texas. Una estructura regulatoria muy restrictiva estaba funcionando y había creado un entorno con un muy pequeño número de cervecerías. Pero algunos de nosotros tomamos el ejemplo de los pioneros antes de nosotros—como Live Oak Brewing Company, Saint Arnold Brewing Company, Shiner, y Real Ale Brewing Company—y pensamos que podíamos agregar valor a la escena cervecera del Estado.
Doblamos nuestro, algunas veces triplicamos números anuales hasta finales de 2015, cuando llegamos al tope de nuestra capacidad y no teníamos más espacio para expandirnos. Las ventas siguieron creciendo, nuestro staff estaba bien comprometido y entusiasmado, y dormía plácidamente al menos durante algunas horas en la noche. En 2016 recaudamos más de 1 millón de dólares en un período de tres meses como parte de una ronda de recaudación para construir la nueva cervecería. El plan que había diseñado nos tenía en camino a inaugurar en la primavera de 2018, y parecía a prueba de balas.
Estos días, el consejo que doy a quien se acerca a comentar sobre la apertura de un negocio, es planear por el doble del tiempo que consideras que necesitarás, y presupuestar el doble de lo que piensas que gastarás. Es fácil dar ese consejo, pero mucho más difícil aceptarlo cuando ya estás ahogándote en la realidad. Pensé mucho sobre eso en la parte trasera de aquella Honda Odyssey.
Con la primavera de 2019 acercándose, y a sabiendas que no abriríamos en los próximos meses, comencé a usar las primeras horas matutinas sobre mi bicicleta. La desesperanza tiene una forma de hacerte pensar sobre el mundo de nuevas maneras nauseabundas. La única cosa sobre la que sabía que tenía el control era mi bicicleta, pero esta vez era distinto—No estaba rodando mi bicicleta para escapar; estaba tratando de sufrir. En lugar de pensar en nuevos proyectos, nuevas cervezas, y nuevas maneras de profundizar la conexión con nuestra comunidad, pensé sobre la bancarrota, la decepción, y de que manera comunicaría a mi staff e inversores que no íbamos a lograrlo. Pensé sobre la agonizante tarea de tener que dejar ir a empleados que habían dedicado años de sus vidas a la cervecería. Pensé sobre la profunda responsabilidad vinculada a ofrecer un puesto de trabajo, un cheque, seguro médico, y beneficios de retiro, y las consecuencias que tendrá sobre ellos cuando ya no lo tengan.
Rodando a un ritmo tranquilo, pensé sobre todo lo que estaba saliendo mal en la cervecería. Pero cuando llevé mi ritmo cardíaco a su límite, los pensamientos desaparecieron. Presioné tan fuerte que mi visión comenzó a nublarse y podía sentir el gusto a sangre. Se convirtió en un ejercicio de meditación, donde el silencio que buscaba pude encontrarlo sólamente en las profundidades del dolor físico. Fue depurador, pero también destructivo. Pensamientos difíciles condujeron al agotamiento físico, y esto condujo a toma de decisiones en estado de desesperación.
En Octubre, noté en el app de Strava que en realidad tenía oportunidad de alcanzar el objetivo de distancia que me había colocado el Diciembre anterior. Tomaría algún esfuerzo, pero estaba al alcance. Mientras tanto, la cervecería, contra todo pronóstico, estaba abierta y operativa y habíamos comenzado a llenar nuestra línea de distribución luego de meses de falta de inventario. De alguna manera escapamos a los peores pronósticos, y la vida comenzaba a sentirse más normal. Así que decidí ir por ello.
Tenía un viaje planeado para Fin de Año, así que sabía que tenía hasta el 30 de Diciembre para lograrlo. La última rodada larga estaba planeada para el 29 de Diciembre y—si mis habilidades con el mapa estaban bien—Sobrepasaría la meta en ese viaje. Pero mis habilidades con el mapa no estaban bien, y terminé faltando cerca de 5 kilómetros para la meta. Nada de que preocuparse, pensé, daré una vuelta rápida la mañana siguiente antes de tomar el avión a la 1 pm.
Luego, la mañana siguiente, rodé apenas unos pocos kilómetros antes de la debacle de la llanta pinchada a poca distancia de la línea de llegada. Parado a un lado del camino, me reprendí a mí mismo. ¿Por qué no rodé unos kilómetros cerca de casa el día anterior? Toda mi vida, he vivido en el momento. Toda mi vida, he sido el que daba hasta el 80%. Y allí me encontraba, apenas a 5 kilómetros de conseguir el objetivo—en lo que a mí concernía, ya que mi bicicleta no tenía un odómetro—y estaba varado. Tal vez eso es lo que debí haber dicho al niño de la BMX cuando me preguntó si necesitaba algo.
Me senté allí. En el asiento trasero de esa minivan, curando mis heridas emocionales mientras un extraño me conducía a casa junto a mi bicicleta. Alcancé mi teléfono para distraerme, y vi mi sesión, rastreada a través del GPS de mi reloj, que había sincronizado con Strava. Lo observé durante un minuto, decía 8 kilómetros.
2019 fue el año que casi me quebró. A pesar de las probabilidades, las cosas resultaron bien en el último momento. La nueva cervecería, en el borde del fracaso, había inaugurado. Y yo había rodado 10.503 kilómetros.