Mi antro favorito es un largo espacio oscuro con cielo raso de hojalata, donde el único tipo de alcohol que se sirve es de baja calidad y la rockola tiene casi toda canción escrita por Patsy Cline. No los frecuento tanto como antes, pero hace 10 años atrás era un refugio, un lugar de congregación, y un lugar en el cual podía escapar.
Durante algunos años, uno de mis mejores amigos vivía a un edificio de distancia del bar, pendiente arriba. La mayoría de mis amigos estaban cerca, viviendo en un radio de 10 cuadras, y el bar se encontraba entre los subterráneos y nuestros apartamentos; en función de ir a casa debías atraversarlo y resistirte a entrar, lo cual pocos de nosotros alguna vez lo logró.
Trabajar como escritora freelance significaba que podía ir en la tarde, cuando las últimas horas de luz se deslizaban a través del espacio inferior. Me dirigía allí cada vez que terminaba algún proyecto grande, compraba un whiskey aguado, colocaba un playlist en la rockola, y esperaba que alguien conocido apareciera. Era el tipo de lugar donde te reunías con algún amigo por un trago y tres tragos después tomabas cinco más y comenzaba una odisea que podía extenderse al menos a dos bares más y algún living o terraza. Al fin de muchas noches no recuerdo completamente, frecuentemente nos encontrábamos allí como si el bar fuese un punto final. Envié mensajes poco meditados y me tambalee para ir a revisar mi maquillaje en la reconfortante áspera luz del baño antes que alguien me propulsara a casa.
Supongo que ese bar es aún todas esas cosas. Aún arrastra el eco y la forma en su entrada de poca altura y cubículos traseros, y aunque puedo ir cada vez que quiera, es algo que existe para mi principalmente en tiempo pasado.
Decidí dejar de tomar alcohol por un tiempo en Octubre de 2018—No digo que “encontré la sobriedad” o siquiera “dejé de beber,” del todo porque desconfío de mezclar este experimento relativamente simple con el trabajo realmente serio de la sobriedad en el que muchas personas que conozco se involucran el día de hoy. Lo que ha sido mayormente para mi es un experimento de separar la obligación del disfrute genuino, y el hábito de la dicha.
Tomar alcohol es un lenguaje social para los neoyorquinos. Ser alguien racional es beber, y tener una vida social es beber. O es de esa manera como es presentado en todo caso, con con una ubicuidad que te asombra al momento que te permites observarlo de frente. “Ir por unos tragos” es un eufemismo que significa “encontrarnos socialmente.” Cualquier tipo de encuentro social entre dos o más personas es “tragos.” “Tragos” es como distinguimos que deseamos divertirnos, que no vamos a hacer preguntas profesionales, como podríamos si hubiésemos dicho “ir por un café.” “Tragos” es una palabra que ha quedado en blanco de tanto uso, tan constantemente presente que es difícil no notarla del todo, durante el tiempo en el que no bebí, probablemente hice planes para beber al menos una vez por semana, cada semana. Este lenguaje eufemístico acarrea la suposición que el beber es la manera como se entra y participa en el mundo social.
Socializar nunca me ha resultado más fácil, y siempre ha sido un asunto de imitación más que de instinto, siguiendo en la parte trasera de la clase, apenas un segundo después del beat. El alcohol fue uno de los secretos obvios sobre como hacer amigos—la gente deseaba hablar sobre bebidas y la gente quería consumir bebidas. Sugerir un trago casi siempre pareció un alivio para la otra persona, y resultaba una manera sencilla de calibrar el estado emocional del otro, y colocarse en la misma frecuencia: “Oh, ¿necesitas un trago? Wow, si, yo también.” Este ha sido el caso durante tanto tiempo que cuando decidí dejar de beber por un tiempo, no sabía que tanto mi hábito de beber era un mecanismo social, y que tanto mi deseo real por un trago.
Socializar no fue lo único que encontré no pude desligar del supuesto deseo de un trago. El bar que tanto amaba, donde muchas tardes fueron una exhalación con forma de bebida— ¿lo amaría aún si no fuese a embriagarme allí, o era embriagarme lo que realmente amaba, y el bar solo una ficción que había colocado como una pantalla frente a eso? Tomar un taxi a casa sobre un puente, quedarse hasta tarde en un fiesta casera, ponerse al día con un amigo, sacudirte el trabajo un viernes de tarde en favor de sentarte en los exteriores y chismear, ligar, volver tarde a casa y ser saludada por la persona que amo, demostrar empatía con un mal día de la otra persona y celebrar los logros de otras personas, hacer algo especial para marcar mis propios logros, las fiestas y específicamente las fiestas con mis padres (quienes aman tanto el vino que es su lenguaje relacional primario), terminar una semana y finalmente tener una noche para hacer nada: Deseaba saber que tanto de esto podía amar sin la presencia de alcohol.
Lo que era incluso menos claro era que tanto podría mantener mi amor por los bares, y todos los detalles específicos y experiencias que lo acompañaban, si no estaba tomando. La cuestión es, que amo los bares. Amo el alivio permisivo que brindan, el sentido apenas perceptible de entrar a otro mundo donde las reglas son siempre un poco diferentes. Amo la forma como muchos de ellos parecen cuevas . Amo la pequeña camaradería tácita y las conversaciones particulares que puedes tener con un amigo en el fondo de un bar, que no puedes tener en ningún otro lugar, y amo las semi-amistades transaccionales que estableces con los bartenders si vas al mismo bar más de una vez—el sentido de ser gentilmente conocido.
No tenía idea si, al dejar de beber por un tiempo, todo esto se convertiría en algo inaccesible para mi. Al mismo tiempo, esa preocupación me hizo sentir con certeza que debía renunciar al alcohol al menos por un tiempo, solo para saber definitivamente cuánto de estas pequeñas pero claras alegrías realmente me pertenecían.
Mi bar elegante favorito es un espacio de apenas 19 m2, anidado entre una tienda de discos y una tienda de bicicletas. Botellas y copas brillantes y utensilios adornan las paredes tan a fondo que se siente como una versión de pueblo al este del Salón de los Espejos en el Versailles. Solo es posible lograr uno de los pocos asientos del lugar si llegas a las 5 pm, pero si lo logras puedes permanecer ahí toda la noche, y todo se presta para hacerlo. Los bartenders, con toda certeza lo digo, usan chalecos, aunque entiendo que mi memoria pinta un chaleco a cualquiera que me haga un cóctel realmente considerado de $18, per también son tan informales y fraternales, el espacio es tan pequeño que es difícil ser otro cosa. A diferencia de otros bares de su tipo, las luces no son tenues acá, sino siempre brillantes, lo que da la sensación que todos están en la mism fiesta. Se promueve la intercepción, aspi como involucrarte en la conversación de la lado; es un gran lugar para tener una amistad realmente adorable de dos horas.
Fui a este bar tan pronto como deje de beber, y me sentía nerviosa al respecto. Debo resaltar que este lugar hace cócteles realmente impecables, y sentí como si insultara a los profesionales detrás de la barra, muchos quienes ya eran especie de amigos a este punto, negándome a ser audiencia de su arte. En su lugar, fue uno de los primeros lugares que afirmó el hecho de que las cosas que amaba estaban menos conectadas al alcohol de lo que me preocupaba.
El bartender aquella noche se sintió tanto entusiasta como relajado sobre mi decisión, y compartió de manera breve que él también, tuvo períodos de semanas e incluso meses sobrio. Preparó para mi algunos seltzers tontos aquella noche, tratando de usar los ingredientes no alcohólicos más extraños que pudo encontrar. En un punto comenzó a agregar cada garnish disponible a cada seltzer sucesivo, así que el quinto o sexto (no beber en bares usualmente involucra consumir una cantidad incalculable de agua carbonatada) fue servido junto a una pequeña cesta de frutas y jengibre caramelizado y pepinos flotando, y cualquier otro ítem comestible que puedas imaginar. “Toma, te hice un plato de snacks,” dijo. Se convirtió en un juego, y diluyó cualquier vergüenza con la que pude haber entrado.
Los bares son una especie de espacio confesional, extrañamente públicos y privados al mismo tiempo. Cuando expresas algo sentado en un bar, entras en un acuerdo que el bartender es la tercera persona en tu conversación, incluso aunque no lo reconozcan—o a ti. Un bartender en uno de mis locales favoritos podía escucharme contar una historia bastante perturbadora y podía expresar algo de tristeza, decir algunas palabras en simpatía, o no reaccionar en absoluto. No forma parte de su trabajo involucrarse, o tratar de resolverlo, o importarle. Y eso que por sí mismo es un alivio; en oportunidades ha hecho parecer a mis problemas solucionables, de la misma manera en que el humor negro puede hacer a una mala situación más soportable. Esta relación no solo persisitió cuando no estaba bebiendo, sino se aplicó al hecho de que no estuviese haciéndolo.
Los bartenders de los bares que suelo frecuentar han sido tan comprensivos como indiferentes sobre mi decisión. “Oh si, yo hice lo mismo durante seis meses el año pasado,” dijo uno, incluso cuando un amigo y yo solíamos beber regularmente allí hasta la hora de cierre. Lo dijo con un tono como si hubiese elegido un deporte que él solía jugar en el pasado; el comentario fue solidariamente desinteresado, una reacción a una actividad, no una emoción. Esta experiencia compartida fue un tipo común de respuesta a mi elección de no beber en bares, pero también obtuve hombros encogidos o una completa falta de reacción; ordené la carta de comida, ocupé espacio, me aseguré de dejar buena propina.
Desde entonces, he observado la misma interacción repetirse una y otra vez. Un bartender en un bar antro, cómodamente oscuro, iniciando una conversación amigable sobre la elección de un amigo, mostrando interés genuino en las respuestas; un bartender en un muy elegante bar de hotel bromeando conmigo acerca de lo mucho que nos desagradan los mocktails, y luego señalando la excelente selección de tés en el menú; amigos trabajando detrás de barras compartiendo sus propias historias de meses o años libres de alcohol; un bartender en un lugar al que nunca había ido antes compartiendo con entusiasmo su nueva receta de shrub cuando le pedí de manera timorata algo sin alcohol; la misma persona no inmutandose cuando le ofreció a mis amigos una ronda por la casa y me preguntó si deseaba uno sin alcohol (estoy segura que tomé un shot de jugo de pomelo, pero el punto es que aún pude participar en el ritual, por lo que sentí gratitud); un bartender en el antro que tanto amo sin mostrar ninguna reacción, de la misma manera que esperaría reaccionara si se cometiera un asesinato en el lugar, cuando ordené una ginger ale en lugar de un whiskey en la rocas. Algunas veces, la carencia de reacción es la más solidaria de todas.
La abstinencia, sobriedad parcial, o sobriedad casual—de cualquier manera que quieras nombrarla—es una tendencia. Algunas veces esto hace que cuestione mi decisión: Me pregunto si estoy haciéndolo porque muchas otras personas están haciéndolo, porque esto es lo que la gente cool está haciendo, y siento cierto instinto competitivo de probar que puedo hacerlo tan bien como los demás. Es necesario reconocer que la relación de muchas personas, sino la mayoría, con el alcohol es más difícil y compleja que eso, y esa abstinencia de moda, el tipo de simple “bueno, veré como resulta esto por un tiempo” decisión que estoy tomando, corre el riesgo de menguar o reducir el trabajo insoportablemente difícil que tienen a diario las personas con adicciones serias, para combatirlas.
Pero no hay nada de malo en incentivarte a examinar la diferencia entre lo que nos hace felices y lo que es meramente habitual. Para mi, el alcohol resultó ser completamente lo último. Ha sido, de manera simple, un alivio saber que dejar de hacer algo en particular durante un tiempo no me excluye de los lugares destinados para ese tipo de cosas, y darme cuenta que esos espacios tal vez no están tan definidos por la bebida como pensaba que estaban.
Uno podría asumir que los bartenders, han visto las peores facetas de la bebida; tal vez tiene sentido que hayan sido tan uniformemente respetuosos y calmos sobre esta decisión—que alguien que ve de primera mano los efectos del alcohol toda la semana no necesita una explicación para justificar que una persona que solía tomar deje de hacerlo durante un tiempo. Mis dos bares favoritos se encuentran tan bien como siempre; la luz aún derrite la la tarde a través del antro en camino hacia la rockola, y aún me siento completamente invisible allí, y el bar elegante aún se siente placenteramente frenético, una fiesta brillantemente iluminada. Ordeno muchos seltzer y ginger ale, y doy propinas del 30%, y encuentro que casi toda la misma dicha permanece.