Good Beer Hunting

Peces Extraños

Tengo 20 años la primera vez que voy de buceo. Hemos estado en Egipto durante casi una semana, y estoy ansiosa por salir del hotel e ir a conocer el Mar Rojo. De niña, podía nadar y hacer snorkel durante horas, sumergiendo mi rostro por debajo de las olas, para echar un vistazo al surreal y sutilmente distorsionado abajo. Mi emoción se desvanece en el momento en que llegamos a la costa. He resistido los mareos por dos décadas, pero mis entrañas comienzan a dar vueltas tan pronto como subo a la embarcación, y coloco mi cabeza entre mis piernas en el segundo en que el motor arranca. 

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Esta idea de pronto suena aterradora: un cuerpo dentro de un traje demasiado apretado y amarrado a un tanque pesado antes de ser lanzado al mar como una roca. 

“Dile a mis padres que los amé” Digo a modo de broma a mi amigo mientras nos pasan aletas para los pies. 

El pánico real llega cuando comienzo a pedalear, y solo puedo tomar una o dos respiraciones desesperadas en el regulador antes de arrancarme la máscara del rostro. 

“No puedo hacerlo,” Le digo al instructor, lista para nadar de vuelta a la escalera y subir de vuelta al bote. Él es paciente, sonríe, dice que es normal, promete no soltarme la mano, me ofrece seguridad en el hecho que solo estaremos abajo por poco tiempo, y que me subirá en el momento que se lo pida. Y luego asiento con la cabeza, tomo una bocanada de aire y dejo que me asegure la máscara de nuevo. 

Esto es la respiración, me digo ami misma a medida que desciendo. Estoy bajo el agua, pero estoy respirando. 

Lo ilógico de esto envía señales de pánico a las puntas de mis dedos, pero sigo agitando mis piernas y nadando, sosteniendo firmemente la mano del instructor. Volteo mi cabeza obedientemente mientras él señala brillantes peces loro y mantarrayas solemnes. Cada segundo se distorsiona y alarga, y no puedo escuchar nada más que mis latidos y mi hiperventilación. Sostengo el pánico en mi garganta. revolotea como algo con alas, pero no le permito salir.

***

Dos años y medios después me encuentro sumergida en una depresión que se siente similarmente asfixiante y ajena. Mi doctor y yo monitoreamos mi estado de ánimo. Estamos encima de él, dice. Las cosas están volviendo a la normalidad. Pero mis días se han convertido como extraños reflejos de casa de feria de lo que sería una vida humana normal. Preparó té y tomo la medicación y camino a las tiendas y publico fotografías en Instagram, y en medio siento como si estuviese mirando a través del vidrio de un acuario. “Esto no me está pasando a mí,” Escribo en un diario, “No me encuentro en el lugar donde estoy. No estoy en ningún lugar.” 

Es el inicio del invierno y tomo muchos baños. En lugar de ir a las lecturas de la Universidad o a clubs nocturnos o fiestas con amigos, me tiendo en la bañera con la canilla goteando sobre mis pies y mis mejillas posadas sobre la fría cerámica blanca. Cuando era chica odiaba los baños, los consideraba agobiantes, el vapor caliente haciendo vibrar la corona de mi cabeza. Prefería la ducha, la manera en como el agua fluye, en constante movimiento, atrapando el jabón y luego deslizándose por el desagüe. Pero estar de pie mucho tiempo es demasiado, así que en su lugar me sumerjo durante horas en agua templada, sintiéndome floja y empapada, como una criatura encallada en la playa.

Culpo al invierno por mucho de lo que me hace daño, imaginando que una nueva estación cambiará todo. Imagino a la primavera como una tarta humeante sobre el alfeizar, casi listo para ser comido. En unos meses estoy segura que me sentiré mejor. El clima se hará más cálido y mi vida se abrirá como una naranja o un capullo de flor o un caramelo envuelto, y ahí estaré yo dentro, hermosa y brillante y amada.

Estoy saliendo con alguien, pero eso ni siquiera está bien. Él está a miles de kilómetros de distancia y con dolor me recuerda que no es mi novio. Le envío un paquete para Navidad cuidadosamente envuelto en papel marrón que reciclo cuando la mujer de la oficina postal lo desecha sin ver en una gran caja detrás de ella. Dentro hay una novela, un diario, una pila de cartas, y una remera muy bien doblada que he rociado cuidadosamente con mi perfume. Espero durante semanas a que responda algo. “Oh, sí, gracias!” dice cuando eventualmente le pregunto si recibió algo.

Todo el tiempo espero a que él termine conmigo, seguramente moriré si lo hace y con más seguridad moriré si no lo hace. No estamos enamorados, pero estoy aferrada a el de la misma manera en que un capullo de polilla se aferraría a un árbol o un auto a toda velocidad a un poste telefónico. Jugar a esto sirve un propósito. Sin ello tendría que cambiar, ser valiente, y crear una vida que crezca por si misma. Apenas puedo llegar a la bañera—nueve pesados pasos desde mi cama, y nueve pesados pasos de vuelta. Así que espero cerca del teléfono, esperando que su interés en mi reviva para así poder al menos sentirme amada, vigorizada, y retornada al aire. 

Una noche, mi mejor amiga Emily me envía un texto diciendome que se encuentra afuera. Esta depresión ha tornado mis días de cabeza y ella sabe que no he dormido antes del amanecer durante semanas. La rutina es así: Cuando me aseguro que mis compañeros de cuartos están dormidos bajo las escaleras. A veces me sirvo un bol de cereal, o caliento alguna sopa, pero con más frecuencia solo tomo una botella de vino del refrigerador y una copa limpia desde el rack antes de volver a paso suave y rápido a mi habitación. Luego me recuesto en la cama, y bebo el vino mientras veo repasos de shows americanos en la TV mientras que mi cabeza se difumina de manera placentera. Mi trabajo es tratar de enfocarme solo en los personajes de la pantalla, y soy buena en eso. Puedo hacer que me importe mucho si las cosas entre Lorelai y Luke funcionan. Me interesa saber si Mulder encuentra al monstruo antes que sea demasiado tarde, o Meredith hace lo correcto. Cuando el cielo comienza a aclarar y escucho las aves cantar, cierro las cortinas y duermo hasta la noche. 

El clima se hará más cálido y mi vida se abrirá como una naranja o un capullo de flor o un caramelo envuelto, y ahí estaré yo dentro, hermosa y brillante y amada.

Mi teléfono suena de nuevo. “Trae un abrigo”. Me coloco uno sobre mis pijamas y me calzo unos deportivos. “Vamos a la playa,” Me dice Emily mientras me ajusto el cinturón de seguridad y juego con el termostato para que el aire cálido sople directo en mi dirección. Es un viaje de 35 kilómetros por la costa y nos sentamos en un tranquilo silencio. Descanso mi cabeza en la ventana y cierro los ojos. Ya se que esto no es un viaje para alentarme o distraerme o colocar todos mis dolores en perspectiva. Vamos al mar para que pueda reflejarme en él. Para que tal vez pueda devolverle algo. O tal vez solo para que el salitre me desgaste lo suficiente para que pueda dormir en el viaje de vuelta.

***

Llegamos a media noche y hay un frío penetrante. Faltan unas semanas para el año nuevo y hay luces festivas aún colgando entre los postes de luz que brillan entre rojo y verde sobre el pavimento húmedo en el lugar donde estacionamos. Emily fuma un cigarrillo mientras yo camino por el muelle de hormigón. Un faro titila en la distancia y hay una espuma blanca en el agua y me dan unas ganas tremendas de pararme en el filo y hacia las oscuras olas. No para morir, sino para poder cambiar. Quiero zambullirme en el agua negra y re-emerger, bautizada y limpia, sin dolor ni necesidad.

El me termina unas semanas después y yo comienzo a dormir más, incapaz de bañarme o llenar mi copa de vino la mayoría de las veces. No asisto a clases durante semanas y falto a las consultas con el médico. Cuando suena el teléfono me quito el edredón del rostro y espero a que se detenga. Bebo mucho, no como durante días, y siento como si tuviese extraños peces en mis entrañas. Cuando despierto es con pánico, y el dolor del corazón viene en mareas. El pensamiento es recurrente, claro y final: “No podré lograrlo.”

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Pero el clima comienza a hacerse más cálido y los días más largos cuando llega la primavera. al fin, y encuentro que ya no soy más aquella cosa sin vida dentro de un cuerpo viviente. Aún no me siento lista o amada, pero estoy comiendo más y saliendo de casa. Duermo de noche, y en las mañanas me maravillo con esta idea, como si fuese una madre descansada y una serena recién nacida al mismo tiempo. Veo a un médico distinto y tomo mi medicamento a diario a la misma hora. Me gradúo y me mudo. Obtengo un trabajo paseando perros. Comienzo a escribir y esa sombra que caminó junto a mi durante tres años se queda lo suficientemente atrás que difícilmente puedo sentir su oscuro arrastre la mayoría de los días.

Algunos años pasan. Comienzo a salir con personas, me mudo de nuevo, comienzo a trabajar en una tienda de regalos. Me tropiezo con el amor en una sola tarde iluminada en una costa remota, y luego sin él de nuevo, tranquila y privadamente en mi casa de vuelta. Comienzo a ver a alguien, pero no es algo serio. Ni siquiera es divertido. Es la misma relación en la que he estado toda mi vida, esa en la que me abro como una flor de loto a quien me lo pide, eliminando mis opiniones hasta que estoy tan dura y seca como un hueso. Una noche me encuentro acostada a su lado, este hombre podría ser cualquier hombre. Me da la espalda y su respiración es lenta y corta. No puedo dormir y el ambientador sobre su cama tira chorros de manera ruidosa y molesta cada 15 minutos. Tomo mi teléfono y en la tenue luz del amanecer le envío un mensaje a la última persona que me preguntó genuinamente sobre mi día.

“¿Podemos ir luego por un café?”

El pensamiento es recurrente, claro y final: ‘No podré lograrlo.’

La respuesta llega unas horas después. Afirmativo. Cuando nos encontramos en la estación me abraza y me da dos vueltas. Esta es la primera vez que nos vemos pero puedo sentir un tirón de reconocimiento.Es Noviembre y el sol es brillante en Londres mientras caminamos a través del Regent’s Canal, hablando rápidamente y sin pausa como dos conspiradores que se reencuentran luego de una larga separación. En nuestra cuarta cita me da una copia de las llaves de su departamento sin problema. “Así que puedes ponerte cómoda,” dice. “Es más fácil.” En Enero estamos comiendo helado en el parque y me pregunta si quiero ser su novia. No mucho después de eso me dice que me ama y junto sus palabras con las mías. 

Siete meses después me mudo con él. Abrimos las grandes ventanas de su piso superior y limpiamos durante horas, mopeando todas las superficies con trapos y moviendo mobiliarios contra las paredes para aspirar la alfombra azul. Recojo residuos: cables sueltos, monedas, boletos, encendedores, postales, documentos aparentemente importantes, velas a medio usar, cajas de fósforos, llaves, libretas, bolígrafos todo contenido en pequeñas cajas que deslizo bajo el sofá y fuera de la vista. Insisto en que su cama debe estar junto a la ventana, de esta manera en los veranos tendremos lo mejor de las brisas y los atardeceres. Cuelgo mi ropa en el armario, entremezclando con la de él como si fueran cartas en un mazo.

En el Otoño renuncia a su trabajo y se muda a 200km de Londres. Se encuentra dirigiendo una cervecería al mismo tiempo que se encuentra reconstruyendo el interior un bote de 69 pies en el que vivirá durante el período que dure el proyecto. Decidimos que me quedaré donde estaba, cuidando el fuerte en la ciudad, y hacer mi propia carrera aquí. El viene cada varias semanas, oliendo a aserrín y aceite y sudor, y yo me río y pretendo alejarme cuando  me abraza y coloca su rostro en mi cuello. Luego de que toma una ducha se sienta entre mis piernas en nuestra cama y compartimos una lata de cerveza mientras peino los nudos de su largo cabello. 

Cuando lo visito dormimos juntos en el suelo del bote, despertando con los labios azules y exhaustos mientras el sol entra a través de las ventanas descubiertas. Discutimos la compra de un bote propio y navegar a la costa de Italia. Siento un gran entusiasmo cuando me comenta sobre el tipo de bote que compraremos, cuanto costará y como trabajaremos de manera remota mientras navegamos,  mientras sumergimos nuestros pies en aguas azules y cálidas. Mi corazón se acelera mientras habla, golpeando en contracciones. Golpe. Sé que esto sucederá. Golpe. Sé que no sucederá Golpe. Sé que esto sucederá. Golpe. Sé que no sucederá.

Hemos estado saliendo por 18 meses. Si nuestra relación fuese un border Collie, sería uno grande y saltarín que difícilmente se orina en la alfombra. Si fuese un bebé humano estaría caminando, con poca firmeza pero creciendo con confianza y curiosidad. Por otro lado siento como si me hubiesen cortado los pies a las rodillas, con pánico frecuente por la lucha con la distancia física entre nosotros. Estamos enamorados y cansados, ambos sentimos en tirón magnético de una brújula sobre nuestros futuros separados. Y aunque fluidos en el lenguaje de tratar bien el uno al otro, también hablamos su lenguaje hermano, el lenguaje de herirnos uno al otro y luego pretender que nuestras manos están limpias. 

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Terminamos por teléfono en Abril. Al principio la pérdida no se siente como duelo, sino como desconcierto, como ser incapaz de encontrar el juego de llaves que estaba segura tenía conmigo hace unos minutos. ¿Dónde te dejé? ¿Por qué no puedo encontrarte de nuevo? ¿Cuando dejaste de estar aquí? Luego es un extenso gemido que no parece detenerse incluso después de haber sacado la última caja de mis cosas de su casa, cerrar la puerta y dejar sus llaves en el buzón de correo. En el viaje de camino a mi nuevo lugar deseo regresar, y que las llaves caigan en mis manos abiertas, que se abra la puerta, caminar marcha atrás por las escaleras y encontrarlo allí dentro. Quiero que las cosas terminen de manera amorosa, separar nuestras vidas como el gentil y deliberado ejercicio de desanudar una larga y oscura trenza.

***

La primera persona con la que duermo luego de la separación ha pasado años de su vida enamorado de una mujer con mi nombre. Soy una coleccionadora de buenos y ordinarios presagios, y sé que este es uno. Es Junio, tengo casi 25 años y nos besamos como adolescentes en las esquina de un oscuro bar. ÉL se va del país en la mañana siguiente y acordamos que esto cambia las reglas. Podemos decir cosas como “eres tan genial” y “realmente me gustas” o “ven a casa conmigo” y “si.” Si es algo sagrado, comienzo a darme cuenta. Es una manera de volver al mundo. He estado soltera de nuevo durante meses y mi propia fuerza estabilizadora. No hay nadie que de forma a las horas cada día que despierto, nadie a quien hacer responsable más que a mi misma. Debo decir si a la mañana, a salir de la cama, a encontrarme con amigos para cenar. Si apago mi alarma y duermo hasta mediodía soy la única persona que lo sabrá. No hay un cuidador ahora, tampoco hay quien traiga una taza de café para mí, bese mi hombro y me diga que es hora de ir a trabajar. Cada despertar debo hacerlo por mi misma.

En agosto conozco a alguien. He estado saliendo con personas durante todo el verano, nunca sintiendo mucho más que una leve atracción. Pero me engancho con este tipo, sintiéndome atraída por algo que no puedo nombrar. Es comedido y retraído de cierta manera que resulta reconfortante. Me deja saber que no se dejará llevar por el enamoramiento, que no besará mis manos en público o usará la palabra amada cuando hable sobre mí. Es confiado y parece ser claro en sus deseos. Nos vemos una vez por semana, y las cosas entre nosotros parecen ser autocontenidas, tan finamente enmarcadas como una fotografía. Salimos durante un tiempo, acordamos que es demasiado pronto, y retomamos las cosas la próxima primavera. Estoy entusiasmada por nuestra segunda primera cita, me cambio tres veces hasta que me siento sensual y nerviosa, sentada sobre mi cama en ropa interior, junto a prendas descartadas alrededor de mí.

Aún no descarto palabras como “sumergida” or “hundida” o “encallada,” pero me siento capaz de llegar a la superficie, de jadear y farfullar y luego tomar una gran bocanada de aire y estar viva.

Termino una pinta y media de cerveza antes que llegue, y aunque estoy un poco mareada antes de ir a cenar igual tomo el sake que él sirve. Estoy tan exaltada como inquieta, disfrutando genuinamente su compañía y sintiendo al mismo tiempo la seguridad de que algo no está bien. el presagio ordinario: perdemos el tren de vuelta a mi casa y debemos esperar 25 minutos por el próximo. Otro: en nuestra segunda segunda cita, él me ordena un cerveza sour que casi vomito de vuelta en el vaso. 

Luego que fracasa en escribirme, llamo a una amiga para contarle y ella se ríe de mis preocupaciones. “Las cosas pueden estar bien o no estar bien.” me dice. “Los hombres actúan de manera correcta o no. No lo hagas tu problema.” 

Así que trato de no hacerlo. No es mi problema, pienso, cuando él cancela los planes a último minuto o del todo evita hacerlos, deslizándose hábilmente entre mis dedos hasta que deja de sentirse como una persona real. No es mi problema, cuando me dice que no puede prometerme estar en contacto cuando esté afuera por un largo viaje. Y nada de esto es el fin del mundo o devastador, pero es irritante; una espina de pescado atorada en la garganta sintiendo que no merezco. Así que tomo un descanso de mi propia voz, coloco a un lado la dulce e inmerecida paciencia y le digo que lo está desperdiciando. Porque lector: si te duele, es en efecto tu problema. 

Cuando terminamos del todo espero a que duela, que se pose en mí como un peso, pero me sorprende mi estado fortalecido y libre de culpa. No hay sentido de injusticia o emoción no descargada, solo un claro alivio, como si hubiese sido lanzada a un templado e infinito arroyo. He dejado de desafiar obstinadamente a la corriente y estoy finalmente lista para ir en la dirección de la vida que me espera.

***

Unas semanas luego reservo espontáneamente un boleto a Grecia. Miro a través de la ventana mientras el avión desciende. El agua que rodea la isla de Skopelos es tan azul como si la saturación hubiese sido elevada al máximo en una postal—el tipo que diría “Desearía que estuvieses aquí!” en tipografía gruesa. No deseo eso, sin embargo. No extraño a nadie que no esté a la vista. No deseo más que lo que tengo. 

A veces el nombre que has repetido como un plegaria no ilumina la pantalla de tu teléfono o llega a tu buzón como una paloma que vuela a casa.

Hay cientos de gatos callejeros en la isla, y aunque hay bols de comida y agua en cada esquina aún se acercan a los tobillos de los turistas y piden ser alimentados, esquivando las scooters y motos que suben y bajan por las estrechas calles empedradas. Ellos presionan sus pequeños y esbeltos cuerpos y se pasean entre piernas mirando hacia arriba. Me pregunto si mi deseo alguna vez será tan audaz como el de ellos, mientras abro mis manos para alimentarlos con las sobras que llevo a casa. Les doy lo que tengo. Ellos piden más. 

Por primera vez en mucho tiempo no siento dolor ni estoy enamorada. Soy mar y tierra, sólida y al mismo tiempo en movimiento, renovándome una vez tras otra, con cada ola. Aún no descarto palabras como “sumergida” or “hundida” o “encallada,” pero me siento capaz de llegar a la superficie, de jadear y farfullar y luego tomar una gran bocanada de aire y estar viva. 

Porque algunas veces nadie escribe de vuelta. A veces el nombre que has repetido como un plegaria no ilumina la pantalla de tu teléfono o llega a tu buzón como una paloma que vuela a casa. En ocasiones no te encuentras con ellos en la calle años después con brillo en tus ojos y un corte de cabello nuevo. con tu mejor vida encima como un largo y hermoso abrigo. Algunas veces la piel solo crece sobre la piel, el desgaste romo de una esquina, y los regalos que debes buscar.

Así que le digo a esta mujer en la oscuridad todo mi vida:, a la mujer dormida en la bañera, a la mujer que ha estado trayendome de vuelta a mi misma toda la vida:

Algún día dirás la verdad. 

Algún día caerás en el agua. 

Algún día lo dejarás así.

Textos, Beth McCollIlustraciones, Libby VanderPloeg Language

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