Sin querer, llego temprano. Barcelona es difícil de navegar en el mejor de los casos, y el implacable sol de mediodía, una pesada mochila y mi furiosa sed hacen la movilización aún más agotadora.
Afortunadamente, mi destino es sorprendentemente fácil de ubicar. Se que he llegado cuando, al asomarme a través de una sucia ventana, puedo ver algunas botellas vacías de Cantillon: los fantasmas de una fiesta anterior. A la vuelta de la esquina del edificio, el gigante letrero de Bodega Fermín se hace visible, así como su propietario, quien está escribiendo en una pizarra, plenamente consciente de que se abre en 20 minutos. Se presenta como Roger y me deja entrar para esperar, bajando las sillas de sobre las mesas y comenzando el ritual matutino de revisar sus ocho canillas de cerveza. Están cargadas de cervezas españolas, excepto por una línea de Pilsner Urquell e increíblemente, una IPA de Lervig de Noruega.
Bodega Fermín se encuentra en el corazón de Barceloneta, una antigua villa de pesqueros que separa la ciudad central de la playa. En cualquier otro hospedaje costero hubiese sido edificios altos, hoteles y restaurantes sin alma. En su lugar, el barrio tiene una vibra semi desgastada chic, y las puertas rústicas que no conducen a apartamentos, llevan todas a lugares de tapas. Ordeno una selección del menú, tomo una media de Naparbier Disorder Pale Ale que me ofrece Roger, y me siento a contemplar cuando fue la última vez que encontré tan buenas cervezas en las cercanías de una playa arenosa.
Mientras el estrecho lugar se llena del aroma de queso de cabra y ajo horneados, también comienzo a preguntarme dónde se encuentra la cocina—antes de darme cuenta que también está detrás del bar. A pesar de trabajar con apenas dos asadores y un microondas, el staff ha logrado producir un menú variado. Ese queso de cabra horneado es servido sobre un churrasco de berenjena con ajo con chutney; el pan con tomate chorrea de aceite de oliva local infusionado con hierbas, y una bruschetta de arenque es realzada por un sacudón de una mostaza ligeramente ácida.
Los tres platos son salados hasta el cielo y y encuentran cortes dentro de mi boca de los cuales no era consciente, pero me importa poco. Termino con mi media pinta de Pale en apenas dos sorbos, y me maravillo en la manera como el dulzor—e incluso un toque de diacetilo—hace juego perfecto con el chutney y la berenjena. Ordeno la Fresita Saison de Cyclic Beer Farm y comienzo a mopear el aceite con esencia a ajo con mi pan con tomate, no sin hacer levantar la ceja del chef. Es claramente no la costumbre, pero en lo que a mi respecta, debería serlo.
Luego de tres tragos, Roger trae los kebabs. Él conoce mis gustos. Aunque vienen en pinchos, no son kebabs normales: en su lugar están armados de pescado curado, vegetales grillados y aceitunas descarozadas, chorreando desde las latas de sardina donde son servidos. Comienzo a llenarme pero termino cada bocado—Sigo siendo la única persona en el bar, y no quiero parecer grosero.
Agradezco a Roger y deambulo, parpadeando por el brillo del sol de nuevo. Una siesta en la playa es mi única opción ahora, aunque estoy seguro que hay algún puesto de helados en el camino, y definitivamente alguien vendiendo latas frías de Estrella en la esquina. Puedo tener dificultades moviendome por Barcelona, pero ningún problema para encontrar las cosas que realmente importan.